viernes, 15 de mayo de 2009

Compañera del Imperio

Artículo aparecido originariamente en la revista mexicana Replicante.

Las promiscuas relaciones entre lengua y poder son de sobra conocidas. No en vano, un elemento clave en la construcción de los modernos Estados-nación europeos fue la homogeneización lingüística, llamada a convertirse en instrumento de cohesión. La patria de la Revolución es un caso paradigmático. A nadie extraña hoy que la única lengua oficial de Francia sea el francés, utilizado por todos sus habitantes en el ámbito educativo y en sus relaciones con la Administración, aunque haya regiones en las que se emplea el occitano, el provenzal o el bretón en las abundantes actividades de la vida de los individuos que tienen lugar al margen de las instituciones.

La Francia democrática y liberal no mostró reparo alguno en ejecutar esta política, cuyos resultados sólo cabe medir según parámetros prácticos y comunicativos —¿qué otra cosa pedir a una lengua? Aparte expansiones ultramarinas, el francés constituye hoy el indisputado patrimonio común de más de sesenta millones de habitantes y se halla plenamente consolidado como vehículo de comunicación. Tradicional tierra de acogida, Francia ha hecho de su lengua una herramienta de integración de inmigrantes, lo que por otra parte parece la única actitud sensata. Provoca escalofríos imaginar las secuelas de hipotéticas políticas de excepción cultural para minorías deseosas de preservar identidades: terreno abonado para la profundización del cisma entre autóctonos y recién llegados, la proliferación de guetos y el arraigo de concepciones tribales.

Para bien o para mal, el esquema anterior no es aplicable a España, donde tienen reconocimiento oficial varios idiomas regionales junto con el común. No es sorprendente esta peculiaridad, habida cuenta de las vicisitudes de la difícil y acaso incompleta construcción del Estado liberal español. La lucha sin tregua entre concepciones políticas contrapuestas, la inestabilidad gubernativa, la práctica inexistencia de una burguesía fuerte, la constante intervención del ejército en política y la notoria incapacidad del Estado a la hora de reemplazar a la Iglesia en sus esferas de influencia tradicionales dieron lugar a un convulso siglo XIX, al término del cual el Estado liberal era aún una quimera o, en el mejor de los casos, un infante que echaba a andar. Cogida tan sólo de refilón por los vientos históricos que soplaban en Europa y azotada por el golpe moral del 98, España entró en el siglo XX a trompicones y recorrida por múltiples fracturas. La historia que sigue es conocida y no sería precisamente la del afianzamiento del modelo liberal.

Según una interpretación excesivamente generalizadora pero gráfica, cabe aventurar que el Estado liberal no se consolidaría plenamente hasta el final del franquismo y el subsiguiente proceso de transición. Liquidada desde arriba la dictadura mediante una reforma pactada, alejados de nuevo los militares de la política y depurados los vicios del parlamentarismo canovista, los problemas y disfuncionalidades que afectan actualmente a España pueden ser graves, pero es otro su origen, es distinta su naturaleza y han dejado de resultar anacrónicos en relación con el referente europeo. Y, sin embargo, se asiste hoy a un conflicto entre la lengua común y las regionales que bien podría resultar incomprensible a un observador externo.

En esto como en todo, España es resultado de su historia y la sombra del franquismo es alargada. La reivindicación de las lenguas regionales debe mucho a una comprensible reacción a la política de primacía del español puesta en marcha por el régimen desde una visión esencialista —Una, Grande y Libre. En el caso catalán, la represión de la posguerra vino acompañada de los obstáculos impuestos a aquella lengua, que iban más allá de la simple falta de reconocimiento oficial por más que resulte patentemente falsa la propagada idea de que el catalán “estaba prohibido”. Con todo, es paradójico que una dictadura autoritaria y reaccionaria desplegase una política lingüística en cierto modo semejante a la de los Estados de tradición liberal. En cualquier caso, el resultado último fue el reconocimiento oficial de los idiomas regionales como parte de los necesarios consensos de la transición.

Nada de ello es motivo para alarmarse. Antes al contrario: sea o no lo habitual en otros países europeos, el reconocimiento de más de un idioma oficial en las regiones bilingües ofrece a sus ciudadanos una encomiable posibilidad de elección. Por no hablar de que, hacia 1975, habría resultado anacrónica, amén de probablemente inviable y difícilmente deseable, una construcción nacional al estilo decimonónico. Distinto es que quienes todavía hoy esgrimen como argumento la marginación franquista del catalán no se dignen garantizar a los ciudadanos la posibilidad de escolarizar a sus hijos en español. Las tornas han cambiado, pero desde la óptica nacionalista no hay nada nuevo bajo el sol. Franco lo sabía, y ya lo había advertido siglos antes Nebrija: siempre la lengua fue compañera del Imperio.

4 comentarios:

  1. Ese que usted ya sabe, Sra. Sánchez18 de mayo de 2009, 1:49

    Querida: la acepción liberal empleada es legítima y correcta, pero a la luz de los tiempos me parece mortalmente aburrida. Es decir, gastar la palabra liberal en su clasicismo político suena a legitimidad (suena, entendido como música no como adhesión inevitable de la autora). El contraste con la realidad resulta decepcionante, porque más que nunca España y Francia son dos estatalismos ebrios de su conciencia nacional (esté una en disputa, pero precisamente por ello, porque el debate es qué estatalismo nacional se lleva el gato al agua, y el otro en apogeo cibercastrador).

    Esta cháchara como siempre tan tendente a la pedantería, para decir que estas preguntas, la de poder y lenguas, la de sus soluciones presentes, son en sí mismas parte del problema: seguir preguntándonos por las lenguas y no por todas las opciones en que las lenguas no son el problema (por ejemplo, el etiquetado de productos) atendiendo a que el espacio tecnológico reduce las opciones de restricciones inevitables es perpetuar un debate sin solución política ni científica. Lenguas y representatividad deben reexaminarse desde la perspectiva de las zonas de no escasez que la tecnología permite y las zonas de escasez, donde una decisión restrictiva es inevitable. Sólo entonces volvemos a centrarnos en la libertad y en la ausencia de coacción berliniana que sería la verdadera esencia liberal. Y libertaria.

    (por cierto: ha dicho lenguas regionales y no nacionales. le van a decir de todo. hasta que demuestra una ideología)

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  2. Me ha gustado mucho tu reflexión sobre este tema.
    Hasta que no estuve de Erasmus no comprendí, que mucho más allá de lo que llamamos "las dos Españas" está el debate nacionalista y sobre la lengua (entendidos por separado, aunque se nos vendan juntos).
    Nunca pensé que tendría más en común con una persona de otro signo político que con un nacionalista (radical, pues todos me lo parecían).
    Lo triste del asunto es que tras mi reciente visita a la ciudad alemana en la que estuve este puente pasado, descubrí que así sigue siendo. Que dos españoles se junten en Alemania y discutan sobre el himno en un partido de Copa del Rey en vez de sobre el modelo de sanidad que queremos.
    En fin, confío en que en algún momento haya gente capaz que se siente y se diga las cosas con sinceridad, y entonces podremos avanzar cualitativamente en el tema.
    Un saludo y un besico.

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  3. Lo primero, una pregunta. Irene, ¿está usted soltera y sin compromiso? Porque me he dado una vuelta por el blog y estoy interesado…

    Respecto al tema de las lenguas, una cosa es la política que habría de seguirse en un mundo cabal (ese es un tema interesante) y otra su utilización por parte del poder o los nacionalismos (tema poco interesante, pero por desgracia de rabiosa actualidad).
    Corríjanme y critíquenme la siguiente doctrina, si les parece:
    “En el mundo hay unas 6000 lenguas. De ahí se deduce que hay 5999 cuyo aprendizaje debería ser opcional.”
    Les espero.
    Tyrion El Gnomo

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  4. 1) Distinguido caballero: acabo de tomarme alguna cerveza más de la cuenta y no estoy para estas disquisiciones pedantescas (aunque usted bien sabe que me encantan), pero ya sabe que yo me ciño al significado histórico de los términos cuando hablo de historia (quizá cuando no también) y que me preocupan más bien poco las nuevas definiciones de liberalismo. Menos aún de liberatarianismo. O será que hoy estoy contestona, o que no tengo ganas de pensar, o que sencillamente soy demasiado clásica. Habrá que debatirlo con vino de por medio :-P

    2) Elia, me da la sensación de que el problema del nacionalismo (aunque no sólo del nacionalismo) es que es mucho más una religión que un conjunto de ideas políticas. En realidad, eso ocurre en general con eso que llamamos "ideologías": son impermeables a la realidad. De modo que no es extraño coincidir más con alguien de signo político opuesto que con un fiel al credo que sea: con los no creyentes es posible discutir.

    3) Al anónimo: me parece que comete usted una grave injusticia al solicitar determinadas informaciones sin proporcionar la más mínima identificación. ¿Con quién hablo que tan amablemente se dedica a echarle flores a mi ego? "Tyrion el Gnomo" no es que me diga mucho :-P
    Por lo demás, como doctrina me parece perfecta y la comparto plenamente. Ojalá. Desgraciadamente, entre eso y lo viable --entre eso y la realidad-- hay un abismo, de modo que habría que aprender al menos a jugar en la cuerda floja. Equilibrismo, vaya.

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Por favor, sean respetuosos. No griten, chillen, insulten ni tiren de los pelos. Recuerden que el español es más bonito que el lenguaje SMS. No confundan conceptos con premeditación y alevosía. El argumento ad hominem es para quienes no tienen argumentos.

[Nota: Si hace más de un mes de la publicación de esta entrada, tendré que revisar su comentario antes de que apareza publicado. Cosas del spam, qué se le va a hacer.]