lunes, 14 de diciembre de 2009

Cerrado por traslado

Cambio de aires: nos trasladamos a WordPress.


Chiaroscuro 2.0



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miércoles, 18 de noviembre de 2009

El ejército, nuestra oenegé preferida

Los ejércitos nacionales son uno de los elementos más característicos del desarrollo de los modernos Estados-nación. En el caso español --un caso de construcción cuando menos imperfecta del Estado liberal--, el ejército ha tenido a lo largo de la contemporaneidad una evolución tan interesante como plagada de altibajos. Habiendo adquirido un enorme prestigio desde la victoria ante las tropas napoleónicas a principios del siglo XIX, los generales españoles se convertirían durante buena parte de la centuria en actores políticos fundamentales, portavoces de diversas versiones del liberalismo y causantes de numerosos cambios de gobierno: no en vano, el golpe de Estado español decimonónico ha pasado a la historiografía con un nombre propio, el de pronunciamiento. Biografías como las de Espartero o Narváez, grandes protagonistas de las luchas políticas de la época isabelina y líderes, respectivamente, del liberalismo progresista y moderado, dan fe de ello. Enzarzado como estaba en la lucha política, al ejército del XIX le faltó en cambio el convertirse en elemento de unidad nacional, en referente simbólico de la idea de España, a diferencia de lo ocurrido en otros países. Lo cierto es que sólo O'Donnell y la Unión Liberal harían algún intento de utilizar al Ejército como elemento de prestigio y con una finalidad creadora de conciencia nacional, aunque lo hicieran a través de expediciones de escasa fortuna y a veces un tanto rocambolescas.

En cualquier caso, este ejército, metido a actor político pero de mentalidad fundamentalmente liberal (valga la contradicción), protagonista clave incluso de revoluciones como la Gloriosa de 1868, experimentaría en el último tercio del siglo un cambio de mentalidad en el que influyeron diversos factores, pero en el que sin duda jugó un papel significativo la experiencia del desorden y la inestabilidad constantes del Sexenio, etapa demasiado breve como para que España pasara en esos años de un gobierno provisional a una monarquía democrática con rey extranjero a una república federal --cuyos gobiernos no duraban más de unos meses y con insurrección cantonal incluida-- a una especie de indefinida y vaga república unitaria a la que finalmente pondría fin la restauración alfonsina. La penetración de la I Internacional en España, favorecida por el amplio marco de libertades de aquellos años, no fue en absoluto ajena a esto; como no lo fue, desde luego, el efecto de caja de resonancia que jugó la Comuna de París a la hora de decantar a buena parte de la clase política hacia posturas cada vez más convencidas de la necesidad de asegurar el orden, poner freno a una creciente conflictividad social cuya presencia en las calles era cada vez mayor, desconfiar de la participación política de las clases populares, y preservar y proteger la propiedad privada.

La Restauración vino a ofrecer una plasmación de todo ello. Con un diseño teórico inspirado en el ejemplo británico y un funcionamiento real que garantizaba la estabilidad a través del fraude electoral y las redes clientelares, el proyecto civilista y pragmático de Cánovas conseguiría durante el último cuarto del siglo XIX mantener alejados de la política a los militares. Sin embargo, el sistema entraría en crisis desde finales del siglo por motivos diversos. No es un factor menor, en este sentido, la aprobación del sufragio universal en 1890, que hacía más difícil el control electoral (no es lo mismo controlar a 800.000 electores que a cinco millones) y entre cuyas consecuencias cabe contar la necesidad de emplear para el sostenimiento del sistema dosis de violencia (en algunos casos más simbólica que física) que hasta entonces no habían hecho falta. En lo que respecta al ejército, la entrada en el siglo XX vino acompañada de cambios considerables y de un regreso a la política. Simbólicamente, el desastre del 98, del que los militares culparon a la irresponsabilidad de los políticos (idea que se mantendría durante largo tiempo: véase a título de ejemplo Raza), marcaba el inicio de unos largos años de crisis del sistema en los que el ejército iría cobrando un protagonismo creciente. El papel jugado por Alfonso XIII, los recelos militares ante los nacionalismos periféricos, el empleo creciente del ejército como fuerza de orden público ante la creciente conflictividad social y las campañas africanistas, unidos a incidentes como el del Cu Cut, eran una manifestación palpable del paulatino retorno de los militares a la arena política. El resultado final de todo aquello no puede ser más elocuente: poco hay que añadir, respecto al papel de los militares, sobre la dictadura de Primo de Rivera.

Para cuando se proclamó la II República, el ejército era ya un cuerpo de ideario profundamente conservador y que se veía a sí mismo como garante de la unidad de España. No resultan sorprendentes, por lo tanto, los constantes enfrentamientos entre los militares y las izquierdas --republicanas o no-- durante esta etapa; tampoco la reforma militar de Azaña ayudó a la concordia. Respecto a las derechas, se retomaba la utilización del ejército como garante del orden público: ahí está la durísima represión lanzada contra los protagonistas de la llamada revolución de octubre del año 34. Y de nuevo sería el ejército o, para ser exactos, una facción del mismo, el que en 1936 pusiera fin a aquella experiencia. Respecto al franquismo, resulta evidente el papel fundamental jugado por las fuerzas armadas: aunque el régimen fuera más la dictadura de un militar que una dictadura militar propiamente, el ejército fue no sólo uno de sus mayores soportes, sino el pilar principal sobre el que se sostuvo durante sus cuatro décadas de duración. No fueron tan constantes las otras familias: Falange, convertida en partido único al tiempo que se la descabezaba y se la unificaba con el carlismo, quedó muy pronto relegada a un papel más simbólico que real al tiempo que los planteamientos falangistas se diluían en el indefinido magma que fue el Movimiento; la Iglesia, por su parte, dejó de prestar un apoyo monolítico, como mínimo, desde el Concilio Vaticano II, como lo prueban los enfrentamientos en su propio seno o el fenómeno de los curas obreros. Pero en 1975 el ejército seguía siendo, con muy escasas excepciones (léase la muy minoritaria Unión Militar Democrática), lo que había sido durante cuarenta años de régimen: garante del franquismo (sin Franco), de la unidad nacional, de los principios tradicionales y de la exclusión de los rojos de la vida política nacional.

No es extraño, por lo tanto, que las fuerzas armadas se convirtieran en uno de los principales problemas con los que se tuvo que lidiar durante la transición a la democracia. Dan buena cuenta de ello la actitud de la inmensa mayoría de los militares hacia Suárez y las diversas conspiraciones que hubo durante aquellos años, de las que el golpe del 23-F fue sin duda la de mayor trascendencia pública. Los esfuerzos por democratizar el ejército, a los que no fue ajena la integración en la OTAN --uno de cuyos propósitos era que las fuerzas armadas entrasen en contacto con sus homólogas de países de tradición democrática--, fueron una de las luchas más complejas en los años de la transición, con su continuación durante la etapa de consolidación democrática.

Los tiempos recientes han visto aparecer novedades en el horizonte, una de las cuales es una tendencia no exclusivamente española, pero tal vez particularmente arraigada aquí, a considerar que la guerra es, por definición, un instrumento ilegítimo. La necesidad de los gobiernos democráticos de adaptarse a esta postura simplista ampliamente asumida por la opinión pública occidental ha llevado a un uso cada vez más acentuado de eufemismos que hacen que ya no haya guerras, sino misiones de paz, y a la pretensión de convertir a los ejércitos en algo así como unas ONG cuyas principales funciones son la cooperación al desarrollo, las misiones de salvamento cuando suceden catástrofes naturales, y el reparto de agua y comida que tanto figura en los telediarios. El que los países occidentales, que, sin constituir el mejor de los mundos posibles, ofrecen sin duda a sus ciudadanos el mejor de los que ahora mismo existentes (en términos de libertades y de bienestar --¿hay otros?--), sean precisamente aquellos cuyos ciudanos menos dispuestos están a defender el sistema, no deja de ser una contradicción a la que un Occidente acomplejado y biempensante tendrá que hacer frente tarde o temprano.

Respecto al caso español, como de costumbre, nosotros ponemos la guinda: los políticos españoles han tenido, a lo largo de los dos últimos siglos, actitudes muy diversas hacia el ejército. Y España ha tenido ejércitos muy diferentes. Lo que nunca habíamos tenido, hasta ahora, es un Ministerio de Defensa pacifista. Un Ministerio cuyo ámbito de actuación no es otro que el de las accciones de guerra no puede no creer en la guerra. Y un gobierno dispuesto a pagar lo que se le pida por liberar a unos rehenes españoles debería, al menos, tener la decencia de enviar a continuación una operación militar bien diseñada, y con órdenes de actuar con toda la fuerza necesaria, a perseguir a los secuestradores hasta sus madrigueras.

Ahora me llamarán belicista.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

El placer está en tus manos

No, si al final va a resultar que una servidora era una visionaria. Nunca subestimes la capacidad de las administraciones púb[l]icas para sorprendernos.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Franco y el muro de Berlín

En marzo de 1976, Alexander Solzhenitsyn visitó España y protagonizó en TVE una entrevista que lo convertiría en blanco de muchas críticas, particularmente entre el antifranquismo prosoviético (que, afortunadamente, ni era todo el antifranquismo ni era toda la izquierda). En aquella entrevista, el novelista y disidente ruso realizó sus ya célebres declaraciones en las que comparaba el franquismo con el régimen soviético:
¿Saben ustedes lo que es una dictadura? (...) Los españoles son absolutamente libres para residir en cualquier parte y de trasladarse a cualquier lugar de España. Nosotros, los soviéticos, no podemos hacerlo en nuestro país. Estamos amarrados a nuestro lugar de residencia por la propiska. Las autoridades deciden si tengo derecho a marcharme a tal o cual población (...)

Los españoles pueden salir libremente de su país para ir al extranjero (...) En nuestro país estamos como encarcelados. Paseando por Madrid y otras ciudades (...) más de una docena, he podido ver en los kioskos los principales periódicos extranjeros. ¡Me pareció increíble! Si en la Unión Soviética se vendiesen libremente periódicos extranjeros se verían inmediatamente docenas y docenas de manos tendidas luchando por procurárselos (...)

También he observado que en España uno puede utilizar libremente las fotocopiadoras (...) Ningún ciudadano de la Unión Soviética podría hacer una cosa así en nuestro país.
En su país (dentro de ciertos límites, es cierto) se toleran las huelgas. En el nuestro, y en los sesenta años de existencia del socialismo, jamás se autorizó una sola huelga. Los que participaron en los movimientos huelguísticos de los primeros años del poder soviético fueron acribillados por ráfagas de ametralladora (...)

Si nosotros gozásemos de la libertad que ustedes disfrutan aquí, nos quedaríamos boquiabiertos.
Más de veinte años después --hoy mismo--, el inefable líder político y gran intelectual español José Luis Rodríguez Zapatero, digno representante de la tendencia patria al Yo Yo Yo, ha realizado su propia comparación. Explica ZP que, cuando cayó el muro de Berlín, él
(...) tenía 29 años y España llevaba desde el año 1975 en un periodo de libertad y de democracia. Nosotros también habíamos tenido una caída reciente del muro, del muro propio, que durante 40 años tuvimos en España (...)

Fue un muro pesado, una losa muy dura para nuestra historia y por tanto sabíamos lo que significaba la libertad, lo teníamos muy vivo en la carne, en nuestra experiencia (...)
Dejando a un lado la ironía, lo cierto es que la frivolidad y el ombliguismo del presidente se vuelven en ocasiones insufribles. Precisamente por muchas de esas diferencias que ya puso de relieve Solzhenitsyn hace más de dos décadas --las mismas que algunos nunca le perdonaron--, la comparación es insostenible. Y si a las declaraciones del represaliado ruso tal vez cabría introducirles algún matiz, en cualquier caso podría alegar a su favor, y comprensiblemente, una experiencia personal terrible. No creo que quepa decir lo mismo de Zapatero, a quien precisamente lo que le tocó de vivir del franquismo, y muy de refilón, fue la etapa más suave: aquella que describía Solzhenitsyn. Basta, en fin, con saber un poco de historia, ser un poco prudente y tener la capacidad de entender que el mundo no gira en torno a uno. Pero me da a mí la impresión de que estos comentarios de Zapatero despertarán bastante menos atención entre la izquierda que aquella entrevista, de la que Juan Benet sacó su ignominiosa conclusión:
Yo creo firmemente que, mientras existan personas como Alexander Solzhenitsyn, los campos de concentración subsistirán y deben subsistir. Tal vez deberían estar un poco mejor guardados, a fin de que personas como Alexander Solzhenitsin no puedan salir de ellos.
Al final, parece que algunas cosas nunca cambian, y que las obsesiones de cada una de nuestras sectas son constantes e inamovibles. Tal vez esto sea en el fondo lo más preocupante (porque los presidentes pasan, pero otras cosas quedan): resulta sintomático del grado de atrincheramiento ideológico de este país el que una búsqueda en Google sobre aquel incidente dé fundamentalmente como resultado el hallazgo de un número considerable de páginas que citan a Pío Moa y se hacen eco de la interpretación según la cual este incidente sirve para retratar a toda la oposición al franquismo. Tan sintomático como el hecho de que, por el otro lado, lo que se encuentren sean comentarios tachando a Solzhenitsyn poco menos que del diablo en persona. Así, tal cual: de lo anecdótico a lo general, de un plumazo y sin mayores matices.

Afortunadamente, y conviene insistir sobre ello aunque sea para consolarnos, no todo el país era (ni es) así, como nos recuerda Jon Juaristi:
Solzhenitsyn, que era él mismo un resistente, no negó que el régimen de Franco fuera una dictadura. Simplemente, lo comparó con el soviético y puso de relieve las diferencias entre el franquismo y el régimen totalitario más largo que los tiempos han visto hasta la fecha. Ya entonces, a muchos que nos teníamos por antifranquistas, la distinción nos pareció razonable y oportuna. No estaba muy claro lo que esperábamos del posfranquismo, pero no queríamos una democracia popular.
País.

sábado, 17 de octubre de 2009

Anatomía de un instante

No es es el libro de un historiador, pero es un libro de historia, aunque no lo sea de historia académica. No es una investigación primaria, ni aporta datos nuevos ni consulta fuentes inéditas. Pero es una obra de historia, no obstante (aunque igual los eruditos me critican por decir esto), y no sólo por su temática, sino tal vez porque es, en lo esencial, un ejercicio de rigor. A pesar de lo mucho que parece prestarse a ello el asunto, no cae en rocambolescas teorías de la conspiración, trata los datos con seriedad y cautela y, aunque presenta hipótesis, las explica y aclara y no se aferra a ninguna de las más dudosas --aunque sean las suyas-- ni las sostiene como si fueran grandes verdades irrebatibles. Como haría cualquier historiador honrado, plantea preguntas sin pretender engañarnos cuando no tiene las respuestas.

No es una novela, pero es el libro de un novelista, aunque lo sea de un novelista que ha hecho equilibrios muchas veces sobre esa fina línea que separa la ficción de la realidad. No es una ficción, no introduce narradores imaginarios ni personajes inventados ni datos irreales. Pero es la obra de un novelista, y no sólo porque sea trepidante --que lo es-- ni porque la estructura del relato sea, en muchos sentidos, claramente literaria, sino tal vez porque es, en lo esencial, un ejercicio de imaginación. Dice Cercas que su libro no es un libro sobre el 23-F, sino un libro sobre un gesto, sobre el gesto de un Adolfo Suárez que se queda sentado mientras los golpistas disparan sus balas en el Congreso de los Diputados. Y es cierto que buena parte de la obra se dedica a analizar ese gesto, a ofrecer una interpretación (o varias) del mismo, erigiéndolo en símbolo o clave de los acontecimientos de aquel día y de los meses que vinieron antes y de lo que vino después. Esto es, evidentemente, un recurso literario. Y, dado que nadie puede estar dentro de la mente de otro, es también pura especulación y en absoluto verificable, aunque tampoco el autor pretende vendernos lo contrario.

Tal vez porque es las dos cosas a la vez y porque, sin embargo, Cercas no parece jugar a confundir una faceta con otra, tal vez por ello el resultado es un libro que engancha de inmediato y que induce a devorarlo de una sentada; es también una obra que provoca melancolía, probablemente porque huye de la frialdad absoluta del dato puro e intenta meterse en la mente y el alma de unos hombres a los que a menudo resulta difícil comprender. La sensibilidad literaria y la sensibilidad histórica se entrecruzan y a Cercas le han salido unas páginas que invitan un poco a la tristeza y un poco a la esperanza, porque nos sitúan ante el espejo (o ante uno de los muchos espejos) de lo que fuimos y de lo que, en gran medida, seguimos siendo.

Igual también por ser obra de un novelista que no olvida del todo su oficio (el oficio de contar, y de contar entreteniendo) aunque se ponga a escribir una crónica, el libro escapa por completo a esos dos males tan ampliamente difundidos en la historiografía española: de un lado, la tendencia a escribir tan sólo para un público de especialistas enfrascados en debates muchas veces estériles, que se nutre de un endiosado desprecio por todo lo que suene a divulgación (pero que luego no evita que nos lamentemos sin pudor de que nadie echa cuenta a los historiadores); de otro, esa especie de terror absoluto a escribir algo ameno, comprensible y --por qué no-- que atrape al lector. Cercas es español y ha escrito un libro de historia, pero no es un historiador español y eso sin duda le ayuda a escapar a esos vicios en los que tan a menudo (aunque quiero pensar que cada vez menos) cae la historiografía patria.

He dicho que Anatomía de un instante es un ejercicio de rigor y a la vez un ejercicio de imaginación. Creo también que es, en muchos aspectos, un ejercicio de sentido común. Porque tiene la capacidad de huir de maniqueísmos, y me parece que eso no es nada fácil; desde luego, no es nada habitual. Porque, en la parte de la obra que corresponde al ejercicio de imaginación, Cercas parece saber como buen novelista y como simple ser humano que un personaje jamás se puede construir tan sólo a base de blanco o de negro, e intenta penetrar en las complejidades de esas personas que también son personajes (porque son historia) o de esos personajes históricos que a pesar de ello son personas. Pero también porque, tratándose de un libro que tiene uno de sus ejes fundamentales en el acercamiento a esa cosa tan extraña y tan fascinante y tan ajena muchas veces a nosotros que es el poder, Cercas plantea la política como el arte de lo posible, sin maximalismos absurdos y sin perder de vista que los ideales hay que hacerlos convivir con la realidad. Como él mismo dice, lo contrario es el Fiat iustitia et pereat mundus, idea-fuerza que muchos parecen haber hecho suya sin darse cuenta de que es un rasgo de soberbia tanto como lo es de egoísmo. Que se haga justicia aunque perezca el mundo, dicen, como si toda justicia no fuera a perecer con él.

jueves, 8 de octubre de 2009

Represión de la Memoria

Recién iniciada la guerra civil, la vigilancia cultural que sería consustancial al franquismo –especialmente en su primera época– comenzaría a materializarse en la Sevilla de Queipo en un bando, emitido el 4 de septiembre de 1936 por el entonces jefe del Ejército del Sur, que declaraba "ilícitos el comercio, circulación, producción y tenencia de libros, periódicos, folletos y toda clase de impresos pornográficos o de literatura socialista, comunista, libertaria, y en general, disolvente" y señalaba que la medida era aplicable, entre otros, a "los particulares y entidades y Corporaciones". El bando estipulaba la entrega a la autoridad militar de los libros prohibidos, entre los que se incluían no sólo aquellos de contenido claramente político, sino también aquellas obras literarias de autores considerados sospechosos por el régimen, categoría que en un momento dado podía ser todo lo amplia que se quisiera. En virtud de la represión cultural llevada a cabo por el franquismo, algunas de las figuras más brillantes del panorama literario español quedarían borradas de la vida cultural española durante años.

Ahora, por lo visto, se trata de hacer exactamente lo contrario --o exactamente lo mismo, según se mire--. Ya no se prohiben ni requisan libros (al menos de momento), pero se hace uso de otros medios para legitimar por razones políticas, y no literarias, una censura a la figura de determinados autores. Se les olvidan además, a los camaradas de Izquierda Unida, no sólo las consideraciones más elementales acerca de la libertad de expresión --no es del todo de extrañar: la dictadura de lo políticamente correcto es lo que tiene, y las credenciales democráticas de los antecesores ideológicos de IU no es que sean para hacerles una fiesta--, sino también el hecho clave de que las cosas, generalmente, no son tan blancas ni tan negras. Agustín de Foxá era amigo de José Antonio. Y el tan manoseado Federico García Lorca lo era de Luis Rosales.

Los dos, en cualquier caso, eran escritores.

Y que tengan el cinismo de hablarnos de "los cuarenta años de represión de la memoria". Se ve que hemos pasado de una represión de la memoria, con la memoria como víctima, a una represión de la Memoria [Histórica], con esta nueva Memoria oficial como agente.

Este es el mismo Ayuntamiento, incidentalmente, del Aula de la Memoria Histórica Convenientemente Retocada. El mismo que financia con dinero público homenajes a la Cuba castrista.

lunes, 5 de octubre de 2009

Los españoles no leían: hablaban

La supervivencia del pueblo como unidad social y económica dependía de las malas carreteras y de la deficiente educación política. Es un factor significativo ya que afectaba a una gran porción de la población de España y porque las condiciones que le daban su fuerza persistieron hasta hace relativamente poco. Aislado del mundo exterior, el español precisaba de una vida social que llenase su intimidad, y la necesitaba así, en parte por constituir tema inagotable de conversación. Los españoles no leían: hablaban.[1] En los siglos XVIII y XIX la manifestación más destacada de la vida social era la tertulia, es decir, el grupo de amigos o conocidos que se reunía habitualmente por la tarde para conversar. Las Sociedades Económicas del siglo XVIII nacieron de una tertulia de vascos acomodados y todavía en el siglo XX la conversación sigue siendo el eje en torno al que gira la vida intelectual.[2] Cada fracción disidente del liberalismo tenía su epicentro en un velador de café. Los hombres públicos españoles del siglo XIX ponían en la discusión de las crisis políticas la misma minuciosidad sentida que pone una familia en debatir sus asuntos o la aldea en sus chismes.

1. "Se leen pocos libros" (Townsend, Travels, II, 154). Sin ánimo de agraviar a nadie, la escasez de libros en las casas acomodadas de España es asombrosa, y es que los españoles --que conste que no pretendo juzgarlos-- opinan que tienen algo mejor que hacer. No me extrañaría que buena parte de España pasara sin transición de la era sin libros a la era de la televisión, como los países de América del Sur.
2. En la excesiva importancia atribuida al intercambio verbal y al periodismo radicaba una de las principales debilidades de la vida intelectual española: la conversación era uno de los pilares de la obra de Ortega y Gasset.


Raymond Carr, España, 1808-1939. Barcelona: Ariel, 1968. Pp. 71-72

Me he tenido que reír con el amigo Carr. Algunas cosas, por lo visto, no cambian nunca. Al final, se nos va la fuerza por la boca y seguimos arreglando el mundo desde todas las cafeterías. Y si no, que me digan qué es este blog, y los de al lado.