martes, 9 de diciembre de 2008

El referente europeo (V): Transición y democracia

Durante la dictadura franquista, el acceso a Europa en calidad de miembro plenamente integrado se quedó en una aspiración frustrada. Para cuando llegó la muerte del Generalísimo en noviembre de 1975, resultaba ya meridianamente claro que sin democratización sería absolutamente imposible convertirse en europeos de pleno derecho. Para entonces, la actividad de la oposición y la comparación del estilo de vida del resto de Europa con el español habían contribuido a crear una percepción del Franquismo como un elemento que obstaculizaba la salida de España de su atraso histórico. La europeización volvía pues a convertirse en un reto colectivo, sobrepasando los aspectos puramente institucionales hasta aparecer ligada a la autoestima de una población que había vivido cuarenta años de ostracismo y de inferioridad con respecto al mundo civilizado. Sin duda, esta percepción no puede adjudicarse a todos y cada uno de los españoles que vivieron el proceso de Transición. Sin embargo, y dejando a un lado la dificultad de medir hasta qué punto Europa se convirtió en punto referencia para el conjunto del país, lo que sí resulta evidente es que al menos el discurso público que se contruyó durante la Transición y en los años posteriores –llegando en cierta medida hasta nuestros días– estuvo profundamente impregnado de semejante visión.

Este nuevo discurso –que, como hemos visto, no era tan nuevo, pero que después de la muerte de Franco se generalizaría en la esfera pública– identificaba claramente los conceptos de libertad y democracia con el deseo de adquirir un estatus moderno y europeo. El Rey Juan Carlos I, visto en un principio con recelo entre muchas de las fuerzas de la oposición por haber sido designado sucesor por el propio Caudillo, supo asumir desde un principio el valor legitimador de este discurso y colocarse del lado de los partidarios de una democratización a la europea, ganando así apoyos entre una sociedad que en términos generales reclamaba un cambio político. En el discurso pronunciado ante las Cortes en noviembre de 1975, el monarca puso énfasis en el carácter europeo de España, al afirmar que la idea de Europa estaría incompleta sin la presencia española y que por tanto Europa debía contar con los españoles, que eran europeos. De ello derivaba que tanto en el continente como en el interior del país tendrían que darse los pasos necesarios para llegar a la integración. Juan Carlos sugería así que su propósito como monarca no era otro que el encaminar al país en esta dirección, la del ingreso en Europa, a través de un proceso de modernización y reconocimiento de libertades.

El otro gran personaje de la Transición, Adolfo Suárez, asoció con frecuencia la modernización de España con la meta idealizada de convertirse en europeos. De hecho, la aspiración a formar parte de la Europa unificada se convirtió durante el proceso de transición a la democracia en uno de los escasos asuntos en los que fue posible un amplísimo consenso de las fuerzas políticas, facilitando en ese sentido el paso a una España democrática. El europeísmo adquiría así en la España de la época lo que Fernando Morán considera un valor prácticamente metapolítico, convirtiéndose en uno de los pilares sobre los que se sustentaría la unanimidad que hizo posible la Transición. No en vano, los programas electorales de los dos principales partidos que concurrieron a las primeras elecciones democráticas reflejaban esa idea. UCD apoyaba "el principio de la incorporación en las Comunidades Europeas", y se vendía como un partido basado en las ideologías "que hicieron posible la construcción de Europa y el renacimiento de la democracia en el viejo continente tras el fin de la última guerra". En cuanto al PSOE, asumía en su programa "la responsabilidad de abrir Europa a España", para lo cual se proclamaba especialmente dotado en virtud de sus relaciones con los socialistas y socialdemócratas europeos.

Tras su victoria, Suárez declaró triunfal que su gobierno haría todo lo posible por conseguir el ingreso español en la CEE, y que España habría de conseguirlo porque también España era Europa. Esta afirmación podía hacerse precisamente entonces, desde el momento en que el país había alcanzado lo que se consideraba un estatus europeo al votar libremente a sus dirigentes políticos. El ser europeo se perfilaba así no como una característica inherente a un país por su situación geográfica o su tradición cultural, sino como un objetivo que debía alcanzar, un estatus al que se podía aspirar tan sólo a partir de determinados logros. Según Paloma Aguilar, si la Guerra Civil era la tragedia colectiva de un pasado que se pretendía olvidar, Europa era la aspiración mítica del futuro al que se deseaba llegar. Desde la óptica del discurso del consenso, esta homologación con Europa aparecía como el objetivo anhelado por una tercera España –especialmente defendida por el europeísta Laín Entralgo–, la del acuerdo, la tolerancia, el diálogo y la moderación, que aspiraba así a dejar atrás a las dos Españas violentas y confrontadas de los años treinta. En el plano simbólico, la modernidad europea era posible a partir de ese reconocimiento y respeto mutuos entre las diferentes fuerzas políticas.

Europa jugó en este sentido un papel decisivo en la construcción de una nueva identidad colectiva, que se pretendía resultase más inclusiva al estar abierta a todas las tendencias. Como símbolo de prestigio y como fuente de orgullo nacional, el camino que llevaría a la entrada en la CEE en 1986 se convertía así en una especie de proyecto colectivo más allá de diferencias ideológicas. Europa representaba todo lo que se alcanzó como fruto del consenso que hizo posible la Transición: la democracia y las libertades, unidas a un deseo de modernización del país que nos remite a las primeras décadas del siglo XX, en que para algunos Europa había significado precisamente eso. La identidad nacional, asociada así al concepto de ciudadanía europea, se convertía en una construcción mental menos monolótica y, por lo mismo, menos excluyente y mucho más asumible por cualquier español que la identidad construida por el franquismo.

En un país cuyo propio nombre, España, se había convertido por obra y gracia del franquismo en una palabra que traía a la mente recuerdos poco gratos a algunos, y en el que la patria había quedado desprestigiada por cuarenta años de propaganda nacionalista de la dictadura (y por la dejadez de quienes permitieron la apropiación) –aún vivimos las consecuencias de esto–, la construcción de una nueva identidad en clave europea, la idea de una España homologable a Europa permitió la creación de un discurso público que redefiniese y relegitimase la identidad nacional.

La adhesión definitiva de España a la CEE marcaría así de algún modo la culminación del proceso de transición español, normalizando el país e integrándolo plenamente en Europa como Estado democrático y de derecho. Las palabras pronunciadas por Felipe González en el momento del ingreso revelan una asociación directa entre los conceptos de lo europeo, lo democrático y lo moderno. Era esta una percepción que no era exclusivo al partido gubernamental; antes al contrario, la especial significación de aquel discurso público estriba en su predominio dentro de la cultura política española del momento, en tanto en cuanto podría era asumido con facilidad por prácticamente todo el espectro ideológico:
El ingreso de España en la Comunidad Europea es un proyecto ambicioso de largo alcance que desborda sobradamente el ámbito estricto de las cláusulas del tratado que acabamos de suscribir.
Para España, este hecho significa la culminación de un proceso de superación de nuestro aislamiento secular y la participación en un destino común con el resto de los países de Europa occidental.
Para nuestra realidad económica y social supone, sin duda, un desafío de modernidad que exige un cambio de mentalidad y de estructuras. Será un esfuerzo de adaptación aún mayor que el hecho en su día por los países fundadores de la Europa comunitaria, porque nos sumamos con retraso a un proceso ya en marcha.
Tengo confianza, sin embargo, en que a ese desafío va a responder claramente nuestra sociedad (trabajadores y empresarios, profesionales, técnicos e investigadores, hombres y mujeres de todos los pueblos de España). Con el esfuerzo de todos y la ilusión de un pueblo dinámico y joven podremos afrontar el reto de la modernización económica, social y tecnológica que nos permitirá cruzar con confianza y paso firme el umbral de la próxima centuria.
España es hoy miembro de pleno derecho de la Unión Europea y sigue teniendo una de las sociedades más europeístas de la misma. A diferencia de lo que ocurre en países como Gran Bretaña, en España la identidad europea no parece estar reñida con la nacional. A priori, esto puede resultar extraño en un país cuya trayectoria histórica lo ha mantenido durante tanto tiempo apartado de los acontecimientos europeos y del desarrollo experimentado por el continente, muy especialmente en época contemporánea.

Sin embargo, cabe hacer dos observaciones respecto a lo anterior. En primer lugar, es obvio que la visión catastrofista de una España, la del siglo XIX, inmune a las influencias europeas resulta cuanto menos matizable, si no directamente absurda. La construcción del Estado liberal en España, por defectuosa que resultase y por muchas resistencias que encontrase, obedecía tanto a desarrollos internos como, de manera muy importante, a los diversos influjos de la Ilustración y el Liberalismo europeos que desde los momentos finales de la Edad Moderna empezaron a penetrar en España. Sin embargo, es cierto que la evolución política se vio lastrada finalmente por un proceso de modernización incompleto y por algunas etapas de intensa y prolongada cerrazón cultural que tuvieron lugar a lo largo de los siglos XIX y XX. Las restauraciones absolutistas de Fernando VII actuarían en este sentido, como lo haría también la dictadura de Franco, quebrando una evolución que en algunos momentos parecía augurar promesas de algo diferente (si bien es cierto que a los portadores de aquellas promesas también habría que someterlos a examen y análisis). Pretender ofrecer en unas líneas una explicación convincente y completa del atraso resultante sería ridículo; pero conviene al menos dejar esbozada la idea de que es necesario matizar la supuesta falta de influencias europeas en la España contemporánea. Antes al contrario, fue precisamente esta penetración de las corrientes modernizadoras europeas lo que provocó, en su enfrentamiento con los valores del tradicionalismo, buena parte de los avatares históricos de la Edad Contemporánea española.

Por otra parte, interesa señalar que no es del todo de recibo la extrañeza inicial que puede producir el hecho de que, aceptando la generalización según la cual España ha sido un país fuertemente plegado sobre sí mismo frente a las tendencias europeas, sea precisamente este mismo país el que desde la Transición ha mostrado tan patente interés por Europa. Si el enfrentamiento entre el mito del progreso y el de la tradición, entre las visiones modernizadoras y las esencialistas, entre europeísmo y casticismo, ha sido uno de los ejes que ha recorrido la Historia española en los últimos dos siglos, no cabe sorprenderse de que sea ahora, en el primer periodo duradero y estable del devenir histórico español en que se goza de libertades democráticas y de un grado cuando menos aceptable de convivencia, cuando los españoles han logrado ponerse más o menos de acuerdo en la conveniencia de la participación española en la integración europea y de que el país juegue importante papel en la misma.

El catastrofismo, como el optimismo desaforado, es mal consejero. No cabe obviar los muchos defectos que sigue presentando el sistema político español, como tampoco sería sensato dejar de lado el análisis de los errores u omisiones en que se incurrió durante la Transición. Sin duda, España aún tiene importantes problemas de los que ocuparse y en algunos de ellos sigue siendo patente una herencia de décadas de atraso con respecto a buena parte del continente. Eso, al fin y al cabo, lo comprobamos asomándonos al periódico cada día: en palabras de Reverte, "somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos". Sin embargo, ello no debe ser obstáculo para reconocer que si España hoy día se identifica con Europa es precisamente porque ha logrado verse a sí misma como una nación-Estado, ahora sí, moderna. No debe deducirse de ello que haya desaparecido del todo un tradicional complejo de inferioridad –algo habrá, en la constante mirada al referente europeo, de ansias de equiparación aún no satisfechas del todo–, pero el dramatismo del dolor por una España atrasada y ensimismada ha pasado en gran medida a ser simplemente Historia.
Esta nueva percepción y la seguridad que da la pertenencia a Europa tiene mucho de base material: no en vano, España ha vivido en paralelo a su integración europea un proceso de modernización social y política aparejado a una indudable aceleración del tiempo histórico, particularmente en comparación con el inmovilismo generalizado (aunque matizable) de la etapa de la dictadura. Sin embargo, parece también sensato suponer que mantiene aún un cierto influjo sobre la conciencia española el discurso político que, procedente de las corrientes opositoras, se terminó de construir durante la Transición, equiparando la modernización, democratización y normalización de España con su adhesión como miembro de pleno derecho al proceso de unificación europea.

2 comentarios:

  1. Ha puesto franquismo con Mayúsculas, le advierto. Eso puede acarrearle serias consecuencias.

    (ah, pero había cuatro más...)

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  2. Oh Dios, ¿y ahora qué hacemos?

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