jueves, 10 de abril de 2008

El referente europeo (I): España y la idea de Europa hasta la Guerra Civil

Las estadísticas nos dicen que España, a día de hoy, es uno de los países más europeístas del continente. Al fin y al cabo, ya se sabe que íbamos a ser "los primeros con Europa". Al margen de aquel desastre, lo cierto es que en pocos países goza la idea de la construcción europea de tan buena fama como tiene en España, quitando algunos grupúsculos situados por lo general en los extremos del espectro político. En el imaginario colectivo español, el referente europeo no deja de ser un referente de todo aquello que es moderno, señal de progreso y ejemplo de todo aquello que sería deseable. Sin embargo, este lenguaje político es a la vez viejo y nuevo: viejo en que sus orígenes se remontan bastante atrás; nuevo en tanto en cuanto --y esto es lo extraordinario-- forma parte, ahora sí, de un consenso básico compartido --en mayor o menor medida, con mayor o menor entusiasmo, desde un mayor o menor conocimiento de causa-- por un porcentaje muy alto de la sociedad española. Como ocurre con la construcción de otros referentes simbólicos tendentes a conseguir un cierto grado de cohesión (otros dirían reconociliación) nacional, este cambio parece fraguarse entre los grupos de oposición del tardofranquismo y por parte de las clases dirigentes durante los años de la Transición y los primeros gobiernos democráticos. Resulta, pues --aunque a los pipiolos se nos olvide a menudo-- que no siempre estuvo ahí.
De hecho, una idea recurrente de la cultura política española contemporánea ha sido --y sigue siendo-- la del retraso del país frente al resto del continente europeo y su incapacidad para adaptarse a las tendencias predominantes en este. Esta percepción, fuente de tantas amargas quejas de que seguimos siendo África, con frecuencia vino en el pasado acompañada de una voluntad de aislamiento o recogimiento con respecto a Europa. Este retraso, que sólo en parte es legendario --pues todo tópico tiene un fundamento real-- se ha explicado en ocasiones aludiendo a la expansión extraeuropea de España como factor causante de su despreocupación por los asuntos del continente. Así, la atención dedicada desde la Edad Moderna a las colonias americanas habría propiciado una tendencia española, manifiesta hasta hace escasas décadas, a mantenerse al margen del orden europeo. A este análisis viene a sumarse un cierto determinismo geográfico, que ve en España un área fronteriza en virtud de su situación periférica respecto al núcleo del continente, convirtiendo a la Península en una zona predestinada al aislamiento, una especie de espacio difuso situado entre África y Europa, sin llegar a ser claramente ninguna de las dos cosas. La idea no es sólo española: un viajero europeo del XIX como Gautier sentenciaba a mediados de aquel siglo que la Península, que linda con África, como Grecia con Asia, no está hecha para las costumbres europeas. Y remachaba, no sin cierto sentido del humor: con más de treinta grados de temperatura, las constituciones se funden o estallan.
Aunque no es del todo descartable ninguno de los factores explicativos apuntados –y la Historia a menudo es demasiado compleja como para pretender reducirla a una mera sucesión de causalidades claramente delimitadas–, es posible que haya que atender a otras circunstancias para comprender mejor la tendencia española al ostracismo –matizable, por otra parte– en lo que respecta al marco europeo. En efecto, otras interpretaciones sostienen que, más que de estos factores, el retraimiento español respecto a Europa fue consecuencia de la decadencia sufrida por el país desde mediada la Edad Moderna, y muy marcadamente ya a partir del siglo XVIII. El hecho real de esta pérdida de peso específico y el impacto psicológico de dos siglos de guerra se unirían así a la forja por parte de las potencias competidoras de la célebre leyenda negra que convirtió a España, según Sánchez Albornoz, en la gran calumniada de la Historia. Por otra parte, Europa nunca tuvo una consideración especialmente positiva entre los españoles. Crespo MacLennan apunta que para España Europa fue, primero, una serie de provincias a las que gobernar, luego, un campo de batalla y, finalmente, el lugar donde vivían sus enemigos.
Entrando en la Edad Contemporánea, es necesario señalar que el retraimiento con respecto a Europa no fue total en el siglo XIX. De hecho, los avatares y las idas y venidas de la construcción –que a la postre cabría calificar de defectuosa– del Estado liberal en España no sólo no son ajenos a lo que estaba ocurriendo en Europa, sino que en buena medida tienen en el referente europeo un eje principal. En efecto, la lucha decimonónica entre valores liberales y tradicionalismo presenta un grado importante de identificación con lo que en suma habría sido una pugna entre el ideal de la europeización y la aspiración de conservar las más puras esencias españolas frente a esta invasión extranjera que era la modernidad. Se mire por donde se mire, y al margen de los resultados finales, las corrientes que se enfrentan sin darse tregua durante buena parte del siglo español no son otras que las que estaban en lucha en prácticamente todo el continente.
En cualquier caso, lo cierto es que desde tiempos de los Reyes Católicos, la construcción de la identidad nacional española vino en buena parte marcada por la identificación del catolicismo como el más importante elemento aglutinante en las etapas iniciales de la formación del Estado-nación español. Así, ser buen español equivalía a ser buen católico, ecuación que el liberalismo español no alcanzó nunca a deshacer. En este sentido, el fracaso del Estado moderno en la construcción de un discurso identitario se vio reforzado por un uso inadecuado de la enseñanza como instrumento para la forja de ciudadanos. Dejada esta en manos de la Iglesia católica, la construcción de la identidad resultó siempre incompleta y sustituyó la creación de una conciencia ciudadana por la de una comunidad de creyentes.
Si a esta circunstancia se suma el impacto de la Guerra de Independencia, se comprende bien la pugna nacional entre los partidarios de una modernización a la europea y los valedores de la identidad católica tradicional de los españoles. En efecto, ya para finales del siglo XVIII el influjo de la Ilustración había convertido en asunto esencial del debate político el centrado en la conveniencia de adaptar las instituciones y la vida política nacionales a las predominantes en el resto de Europa. Las diversas percepciones de las ideas ilustradas, que eran vistas por algunos como la panacea para el progreso civilizado y por otros como una amenaza herética venida del extranjero, vendrían a reforzarse a partir del enfrentamiento bélico y la victoria contra las tropas invasoras francesas. El apoyo de los afrancesados al gobierno bonapartista vendría a la postre a reafirmar entre los grupos más tradicionalistas la convicción de que la modernización europeizante defendida por algunos constituía una traición a lo español.
El desastre del 98 vino a agudizar el enfrentamiento entre "casticismo" y "europeísmo" en un momento histórico en el que una España decadente buscaba ansiosa recetas para su regeneración. El duro golpe que supuso para la conciencia nacional la pérdida de las últimas posesiones coloniales fue para algunos intelectuales un revulsivo que les llevaría a buscar una cura a las enfermedades de un país abatido y decadente, discurso este último que vino a ser el predominante tras producirse el desastre. Pero no toda la intelectualidad miraría hacia Europa como forma de sacar al país de su abatimiento; en efecto, en las disputas intelectuales de principios del siglo pasado volverían a enfrentarse la percepción europeísta y la casticista, tal vez ahora intensificadas por la premura de encontrar un remedio para una España doliente.
El proyecto de europeización de Joaquín Costa hay que entenderlo en este contexto. En realidad, su idea de una catarsis fundamentada en la europeización del país se remontaba a los últimos años del siglo XIX, algo antes de producirse la debacle del 98. Sin embargo, será a partir de este momento crucial para la conciencia colectiva cuando Costa dé rienda suelta al proyecto en un "Mensaje y Programa de la Cámara Agrícola del Alto Aragón" publicado en El Liberal el 13 de noviembre de 1898. En este texto se recoge un programa de reconstitución y europeización de España, que tras semejante desastre debía proceder una total rectificación de su historia: era necesario fundar de nuevo España. A partir del desastre, la europeización aparecía como una necesidad acuciante intensificada por la conciencia vívida de una aceleración del tiempo histórico que hacía más necesario que nunca el salto hacia la modernidad, identificada con todo lo que representaba Europa. Ante la temible perspectiva de una africanización, era necesario
[...] lanzar al país, sin reparar en temeridad de más o de menos, no ya a gran velocidad, sino a una velocidad vertiginosa, con la esperanza, siquiera remota, de alcanzar en su carrera a Europa y de brindar un consuelo en los pocos años que le quedan de vida a la generación actual [...]
La mayor de las batallas aún no la hemos perdido; la estamos perdiendo. Vivimos aún en pleno Cavite y en pleno Santiago de Cuba. Todavía se admite diferencia entre nosotros y Marruecos; pero dentro de poco, si nuestro letargo se prolonga, Europa nos mirará desde tan lejos que ya no advertirá diferencia, clasificándonos a las dos como tribus mediocres, estorbo en el camino de la civilización [...]
[Se trata de] rehacer o refundir al español en el molde del europeo.
Frente a esta percepción de lo europeo como solución al problema español se situaría la de Ángel Ganivet, articulada en torno a una metafísica tradicional del alma española. En Ganivet la mirada se volvía hacia el interior, hacia el misticismo que para él constituía lo esencial del carácter español. La religión española se contraponía así a Europa, que el autor identificaba con el ansia egoísta de apropiación, el materialismo anti-humano y anti-natural; el espíritu moderno, en cuyo fondo anida el mercantilismo más despiadado, que se va apoderando, como la enfermedad verdaderamente para la muerte, de todo lo que toca, destruyéndolo como el caballo de Atila, sin dejar nada con vida a su paso. La España de Ganivet se oponía radicalmente a la civilización europea, que en última instancia se vería forzada a recurrir a los españoles para que estos le mostrasen la fuerza moral y espiritual de la España eterna, virgen y madre.
En ningún lado como en la disputa entre Miguel de Unamuno y José Ortega y Gasset es tan evidente la confrontación a principios del siglo XX de estas dos visiones polarizadas de lo que necesitaba España para sanarse. En efecto, Unamuno fue portador de un discurso que entroncaría en buena medida con el de Ganivet, centrado como estaba en la españolización como cura. Aunque en sus primeros escritos el literato se decantaba por una apertura de España a las influencias europeas, terminaría por dejar atrás estas convicciones en virtud de la identificación de la civilización europea con una mentalidad dogmática excesivamente centrada en el cientifismo y en lo material. Oponiéndose a los modernizadores europeos, Unamuno proclamaría que cuanto más pensaba en la cuestión mayor repugnancia sentía hacia los principios fundamentales del espíritu europeo moderno, la ortodoxia científica y sus métodos y tendencias: declarando que él no se sentía ni europeo ni moderno, atribuiría el hecho a una incapacidad intrínseca de los españoles, derivada de su profunda espiritualidad, para integrar en su mentalidad colectiva los conceptos de la modernidad europea. El alma nacional del español estaría representada en la figura literaria del Quijote, con su idealismo y su fe utópica en la inmortalidad, creencias que constituían el único consuelo posible para los españoles y que se veían amenazadas por el racionalismo importado de Europa. ¡Que inventen ellos!, sentenciaría ante quienes habían convertido la tecnología y la ciencia, el mundo material, en objeto de veneración.
Ortega y Gasset negaría de raíz la validez de esta visión, convirtiéndose en defensor del europeísmo más categórico, el que veía a España como problema y Europa como solución. El patriotismo del dolor de Ortega equivalía a la necesidad de señalar el atraso de España para así poder percibir el contraste que presentaba con la modernidad europea, cuya racionalidad científica, lejos de constituir la amenaza que en ella veía Unamuno, habría de erigirse en única posibilidad de salvación del país. Sin embargo, el pensamiento de Ortega es algo más complejo que la reivindicación costista de la salvación a través de la europeización; en efecto, Ortega consideraba urgente la regeneración de España e identificaba este proceso con el de europeización. Pero había en el filósofo un proyecto más amplio, tendente no sólo a europeizar España sino también a españolizar Europa: era la integración de ambas realidades lo que perseguía. Se complementaba esto con su análisis, en La rebelión de las masas y en la Meditación sobre Europa, de la posibilidad y la necesidad de una unificación europea como forma de vertebrar el continente en torno a la idea liberal, frente a los totalitarismos de entreguerras. Ortega aparece así en buena medida como un crisol en el que se recoge no sólo la herencia de Costa, sino también –consciente o inconscientemente– la de Ganivet y la de su gran adversario, Unamuno. Al mismo tiempo, anuncia una preocupación por la integración de Europa que en el mundo surgido de la Paz de Versalles empezaba a aflorar tímidamente en el continente en la forma aún primitiva del paneuropeísmo y en un ambiente de entendimiento personificado en Aristide Briand y Gustav Streseman. Este tiempo de paz, no obstante, era aún frágil y habría de quebrarse con la Segunda Guerra Mundial y los hechos que la precedieron.
De estos proyectos participaría en cierta medida la Segunda República, en la que pudo haber cristalizado definitivamente lo que ha venido en conocerse como una nueva Edad de Plata de la cultura española, que en las primeras décadas del siglo y pese al desastre –o quizá precisamente por el revulsivo que este supuso– resultaba prometedora. En efecto, la República contó inicialmente en su haber con la participación activa de un buen número de intelectuales, entre los que se contaba el propio Ortega, cofundador con Pérez de Ayala y el Doctor Marañón de la Agrupación al Servicio de la República. Este reflejo de una voluntad de modernización en lo científico y en lo intelectual tendría sus paralelos en la intensa actividad desarrollada en materia de política exterior, dada la firme intención de Azaña de superar el retraimiento de España con respecto a la realidad europea y mundial. La República llevó a cabo una actividad sin precedentes que buscaba fomentar la cooperación entre las democracias europeas y el mantenimiento de la paz en el continente. Asimismo, fue protagonista de una actividad diplomática importante en la Sociedad de Naciones, en la que la gran figura española sería Salvador de Madariaga, más tarde personaje clave del europeísmo español en el exilio.
No obstante, buena parte de la célebre intelectualidad republicana sufriría un paulatino desengaño respecto a las posibilidades de futuro que ofrecía el régimen a medida que la evolución de este se llenaba de grietas y fracturas, y el estallido de la Guerra Civil pondría fin definitivamente a esta trayectoria prometedora de la cultura española y de lo que podría haber sido en última instancia un acercamiento a Europa, definitivamente frustrado hasta décadas más tarde por tres años de contienda fratricida y por la posterior construcción de un Estado autoritario, encerrado en sí mismo y reivindicador de lo tradicional frente a la amenaza de la modernidad. Se cortaba así, junto con muchas otras, la esperanza de una España más cercana a Europa.

(Más en Julio Crespo MacLennan, José María Beneyto, Pablo Jáuregui o Antonio Moreno Juste, entre otros.)

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