Nos guste más o menos, es obvia la estrecha relación existente entre economía y relaciones internacionales. Aun huyendo de reduccionismos marxistas que atribuyan todo el devenir histórico a las estructuras económicas, no hay duda de que estas juegan un papel fundamental en la política exterior de los Estados y, en un sentido más amplio, en la actividad política en general. Gabriel Tortella sostiene que la economía no es ningún deus ex machina, y trabaja con la tesis de que la esfera política tiene su propia dinámica, que en el corto plazo resulta decisiva, mientras que los cambios políticos profundos vienen determinados por la evolución económica. Se suscriba o no esta teoría, interesa resaltar que en cualquier caso la relación entre ambos campos es innegable. Por otra parte, esto no deja de ser evidente habida cuenta de que la división no obedece más que a consideraciones de carácter pragmático y convencional, destinadas a facilitar el estudio de la realidad acotando sus límites. Pero la realidad es una y caprichosa, y no se presta fácilmente a divisiones.
Estas observaciones generales resultan esclarecedoras si se aplican a lo que Tusell consideró la cuestión verdaderamente más importante desde el punto de vista historiográfico respecto del Franquismo, es decir, los factores que posibilitan explicar que el régimen se sostuviese durante cuarenta años. En este sentido, el contexto internacional y la economía, inextricablemente ligados como están, son claves necesarias para la comprensión del fenómeno. Más allá de los méritos o deméritos que quepa atribuir a los diplomáticos franquistas y al resto de hombres del régimen, de la inteligencia o justicia con la que se comportase –o no– este en lo relativo a la represión y el mantenimiento del orden público, de la valoración que merezcan sus relaciones con la Iglesia o la política educativa puesta en marcha por el poder; más allá de toda la serie de factores que, concatenados y entrelazados, definen y explican la evolución histórica de cualquier sistema político, lo cierto es que un factor ajeno al control del régimen, como era la situación internacional que comenzó a perfilarse a partir de la Segunda Guerra Mundial, habría de resultar decisivo a la hora de perpetuar en el poder a Franco. A su vez, la evolución económica de la España franquista, favorecida por las condiciones internacionales de la Guerra Fría, afianzó el apoyo sociológico al régimen, contribuyendo también a su perduración.
El esquema sintético de lo ocurrido en la inmediata posguerra mundial sostiene que, tras la rendición de las potencias del Eje, el régimen franquista aparecía como el último reducto del fascismo recién derrotado, lo cual propició una política de aislamiento internacional del régimen. Esta afirmación genérica es válida, pero es también incompleta y matizable. Es cierto que en estos años de reorganización del orden mundial se puso en marcha con respecto a España una política combinada de gestos diplomáticos y medidas reales de presión; otra cosa bien distinta es calibrar la intensidad y duración reales de esta política.
En la Conferencia de San Francisco de junio de 1945, en la que se aprobó la Carta de las Naciones Unidas, la delegación mexicana presentó una moción que en definitiva iba encaminada al aislamiento internacional de la España franquista. Esta moción era en buena medida resultado de las gestiones realizadas por la Junta Española de Liberación, máxima representación del gobierno republicano en el exilio en México, ante el Ministro de Relaciones Exteriores de este país. Los republicanos consiguieron que el delegado mexicano en San Francisco, Luis Quintanilla, presentase la moción que lleva su nombre, cuyo contenido estipulaba la imposibilidad de que formasen parte de la Organización de las Naciones Unidas países con regímenes que hubiesen sido establecidos con ayuda de las naciones del Eje. La moción Quintanilla, aprobada por aclamación, iniciaba una ofensiva contra el régimen que se vería ratificada en Potsdam cuando Stalin, Truman y Attlee declarasen en su comunicado final que el gobierno español,
establecido con ayuda de las potencias del Eje, no posee, en razón de sus orígenes, de su carácter y de su estrecha relación con los países agresores, las cualidades necesarias para justificar su admisión en las Naciones Unidas.Daba así comienzo lo que dio en conocerse como la “cuestión española”, que en años sucesivos habría de convertirse en asunto frecuente de discusión en el seno de las Naciones Unidas. En febrero de 1946, la Asamblea General aprobaba en Londres, a propuesta de Panamá, su Resolución 32 (I), que condenaba expresamente el régimen franquista por no representar al pueblo español y solicitaba a los países miembros que en sus relaciones con Madrid se atuviesen al espíritu de la Carta de la ONU. En abril, Francia cerraba su frontera con España tras la ejecución por parte del régimen franquista de un grupo de guerrilleros. Unos días más tarde, el país galo hacía una declaración conjunta con estadounidenses e ingleses, según la cual España no podría esperar relaciones cordiales con los antiguos aliados contra el fascismo mientras perviviese el régimen de Franco.
Por añadidura, ese mismo año se crearía en el Consejo de Seguridad un subcomité específico para examinar si España constituía una amenaza para la paz y la seguridad mundiales. Fueron Francia, la URSS, Polonia y Australia los principales países instigadores de esta medida. Los Estados Unidos enviaron al subcomité un memorándum en el que se afirmaba que la economía española se encontraba demasiado debilitada como para suponer una amenaza; así, el subcomité no decidió finalmente que el régimen fuese un peligro internacional, aunque sí instó en su dictamen final a la ruptura de relaciones diplomáticas con España. La Resolución 39 (I) de la Asamblea General, aprobada el 12 de diciembre de 1946 con 34 votos a favor, 6 en contra y 13 abstenciones, declaraba que la ONU estaba
convencida de que el gobierno fascista de Franco en España, que fue impuesto por la fuerza al pueblo español, con la ayuda de las potencias del Eje, y que prestó considerable apoyo material a esas potencias durante la contienda, no representa al pueblo español y que su continuado dominio de España hace imposible que ese pueblo participe con los de las Naciones Unidas en los asuntos internacionales.En consecuencia, recomendaba
prohibir al gobierno de Franco pertenecer a los organismos internacionales creados por las Naciones Unidas o relacionados con ellos [y] que todos los Estados Miembros retiren inmediatamente sus embajadores y ministros plenipotenciarios acreditados en Madrid.El año 1946 se cerraba así con una dura condena internacional al régimen y con las medidas de repudio diplomático descritas. Pero la cosa no quedaría en una mera exhibición de gestos: mucho más importante a efectos reales resultó la exclusión de España del Plan Marshall. De hecho, la recomendación de la Resolución 39 (I) tendría entre sus consecuencias la de retardar cualquier posibilidad de ayuda económica procedente de Washington, lo cual contribuiría al deterioro de una economía que desde el final de la Guerra Civil encontraba enormes dificultades para sostenerse. En efecto, el gobierno americano había detenido toda forma de ayuda exterior al régimen, negándose a conceder créditos oficiales y prohibiendo que se vendiesen a compradores españoles excedentes de propiedad pública, al tiempo que los entes gubernamentales estadounidenses reducían al mínimo la adquisición de productos españoles. Ello había provocado la retracción del crédito privado y de las exportaciones a España, hechos que vinieron a sumarse al impacto de una cosecha catastrófica y a la circunstancia de que el país había agotado prácticamente las existencias de carburantes líquidos, agravándose el problema por unos retrasos en el suministro de fueloil y gasoil americanos. Así, la situación económica española era francamente crítica en los momentos en que se ofreció a Europa el Plan Marshall.
No es de extrañar que el régimen viese en el Plan de Recuperación Europea la posibilidad de reincorporarse al mundo exterior y la de salir del atolladero económico en que se hallaba. En efecto, desde Madrid se veía en el Plan la posibilidad de España de participar en la reconstrucción europea y por tanto en la distribución de materias y productos intercambiables. Se podría así reactivar el comercio con la parte de Alemania ocupada por los aliados occidentales; acceder a créditos en dólares en una época en que estos eran un bien escaso; adquirir los productos alimentarios de los que tan necesitado estaba el país; importar bienes de equipo; y facilitar en definitiva la recuperación económica y las relaciones comerciales con otros países europeos. Al mismo tiempo, la inclusión en el Plan Marshall minaría las bases del aislamiento diplomático y la actividad de los adversarios del régimen en el seno de la ONU y supondría, es evidente, una clara mejora en las relaciones con los Estados Unidos.
No habría de ser así. Al cabo de un complejo proceso en el que los diplomáticos españoles intentaron gestionar por vías indirectas la inclusión del país en el Plan, las esperanzas del régimen se vieron defraudas al mostrarse los Estados Unidos dispuestos a ello sólo en caso de no tropezar con oposición entre el resto de los países europeos receptores de ayuda. A pesar del exitoso acercamiento de la diplomacia española a países como la Portugal de Salazar, lo cierto es que la mayoría de los futuros beneficiarios del Plan Marshall, y muy significativamente Inglaterra y Francia, no se mostraron dispuestos a colaborar. Así pues, España quedaría definitivamente excluida del maná que habría supuesto la ayuda americana.
Franceses e ingleses mostraron su oposición a la inclusión del país en el Plan de Recuperación, pero lo cierto es que ambos reanudarían ese mismo año sus relaciones comerciales con la España de Franco: en febrero, Francia reabría la frontera con España. Unos meses más tardes, sendos acuerdos comerciales con galos y británicos rompían el cerco exterior: este, en sus manifestaciones más extremas, había durado poco más de año y medio.
En realidad, ni siquiera durante ese tiempo había sido total: en efecto, las amistosas relaciones con la Argentina de Juan Domingo Perón habían deparado al régimen una importantísima ayuda económica ya en 1946. El 30 de octubre de aquel año, España y Argentina firmaban un Convenio Comercial y de Pagos, en virtud del cual España recibía un crédito de 350 millones de pesos destinado a comprar a Argentina 400.000 toneladas de trigo, 120.000 de maíz y otros alimentos y materias primas. Además, Argentina adquiriría corcho, plomo, aceite y manufacturas a precios muy beneficiosos para España.
En lo que respecta a la actitud de ingleses y franceses, la ruptura del cerco comercial por parte de ambos evidenciaba que se habían impuesto en ambos países consideraciones de interés nacional por encima de la repugnancia ideológica que pudieran sentir hacia el régimen franquista. En efecto, tras la Resolución 39 (I) los británicos hicieron todo lo posible por evitar la imposición de sanciones económicas a España, conscientes como eran de que un bloqueo podría comprometer gravemente su propia recuperación. Para el Reino Unido eran esenciales diversas exportaciones de frutas españolas, así como el abastecimiento de potasio y muy especialmente de piritas, ingredientes necesarios para el programa de fertilizantes que el gobierno británico se proponía poner en marcha. Y sobre todo, los británicos compraban a España tres materias primas que habría sido muy difícil sustituir: mineral de hierro para la industria metalúrgica, resina sólida y corcho. A esto se sumaban las relaciones financieras entre ambos países, habida cuenta de las reservas de libras esterlinas que España acumulaba, de los créditos que el país adeudaba al mercado bancario inglés y de la necesidad de asegurar un futuro óptimo a las inversiones inglesas en España. Por otra parte, los cálculos del Economic Intelligence Department parecían augurar que el régimen podría ser capaz de aguantar aun a pesar de producirse un bloqueo que en tal caso resultaría fútil, máxime teniendo en cuenta la ayuda argentina. Estos planteamientos explican la firma de un acuerdo monetario para regular el comercio entre ambos países.
También los franceses tenían fuertes intereses en España, donde las inversiones galas representaban en 1946 la mitad de la inversión extranjera. Además, el cierre de la frontera estaba suponiendo importantes pérdidas en la balanza comercial francesa, que llegaban a la cuantía de 300 millones de pesetas; por añadidura, había impuesto la necesidad de prescindir de determinados alimentos y bebidas tradicionalmente importados de España y la pérdida de un comprador importante de los fosfatos y minerales procedentes del Magreb. Aún más importante era la necesidad de colocar en el mercado español su producción industrial. La conveniencia de reabrir la frontera y de suscribir un acuerdo comercial, tal como se hizo en 1947, era evidente.
El aislamiento internacional, por tanto, no fue nunca completo, y ya en 1947 su existencia resultaba bastante dudosa. Sin embargo, a estas alturas los principales países europeos –a pesar de los acuerdos económicos– aún se mostraban lo suficientemente reacios a mantener relaciones normales con España como para impedir, como de hecho hicieron, su inclusión en el Plan Marshall. El Franquismo se vería por tanto obligado a resistir un poco más. Pero las tornas estaban a punto de cambiar.
En ese cambio de tornas entran la guerra de Corea y las consideraciones estratégicas para un plan de defensa occidental en los momentos más calientes de la Guerra Fría, y los consiguientes pactos de Madrid para la instalación de bases militares estadounidenses en España. Y una ayuda económica que sentó las bases para la puesta en marcha del Plan de Estabilización y para el desarrollismo de los sesenta. Y una España que, viendo mejoradas sus condiciones materiales de vida, no se puede decir exactamente --por más que algunos se empeñen ahora en contarnos lo antifranquista que era este país-- que se desviviese por aquello tan abstracto y lejano de la libertad.
Las verdades sobre el ser humano son a veces bastante feas. Pero ahí están.
[Para saber más cabe recomendar, entre otros muchos, a Ángel Viñas y Florentino Portero.]
Si nos preguntamos qué estaría dispuesta a perder una sociedad democrática –incluso avanzada— a cambio tan solo de promover pacíficamente la democracia en otra, creo que la respuesta es poco, muy poco. El cálculo de costes es cicatero y a corto plazo.
ResponderEliminarDejo a un lado la cuestión de la eficacia de medidas de bloqueo político y económico, que reconozco que no es menor y complica el asunto. Al hilo de la interesante entrada sólo quería apuntar la idea de que el puro y simple bienestar democrático (a fin de cuentas, humano) de otras sociedades ha sido históricamente objeto de casi completa despreocupación por parte de las que sí lo disfrutaban. Y que sin embargo el progreso humano y social pasa necesariamente por considerar que el bienestar de otros es también el nuestro. Realmente no hay otra en el mundo de hoy: global, interdependiente y con importantes retos planetarios que sólo se pueden afrontar eficazmente mediante la colaboración de sociedades abiertas y libres.
(Amenazan las procesiones. “¿Y ahora por dónde diablos paso?”. Sea como sea, felices días de fiesta).
(Afortunadamente, ya terminan los días en los que es necesario andar esquivando procesiones cada vez que se plantea la posibilidad de un paseo por el centro de la ciudad. Nada que objetar a las tradiciones --al menos a las que, como esta, y dejando a un lado estas pequeñas molestias, ningún daño hacen a nadie--, pero lo cierto es que para quienes no comparten la devoción siguen siendo un agente con una notable capacidad para tocar las narices.)
ResponderEliminarAl margen de ese asunto, y en lo que respecta al bienestar democrático de otras sociedades, es claro que nunca ha preocupado demasiado a nadie. Ni siquiera está muy claro que quienes tan identificados dicen sentirse con, por poner un ejemplo, los pueblos latinoamericanos --frente al malvado empresariado español-- fueran a quedarse tan anchos ante una subida de los precios de algunas de las comodidades --fuentes de energía, por poner el caso más claro; o café-- que las multinacionales nos proporcionan a tan módicos precios. Al fin y al cabo, eso rebajaría el nivel de vida de nuestros trabajadores (más que el de cualquier otra clase). Estas insalvables contradicciones no dejan de ser uno de los dilemas fundamentales a los que la izquierda actual haría bien en enfrentarse. Nos guste o no, hay absolutos poco compatibles entre sí, y a veces llega el momento de la elección. Qué putada (sin ironía).
Otro caso de hipórcrita --por aquello de que afirmaban lo contrario-- despreocupación por el bienestar democrático y humano de otras sociedades es el de cierta intelectualidad europea de posguerra: la que defendía el estalinismo pese a un cierto conocimiento --difuso y tapado, pero ahí estaba-- de sus crímenes, sencillamente porque eran la herramienta más útil para oponerse al imperio. O los defensores de la Cuba de Castro o de la teocracia iraní. Lo de siempre: los enemigos de mi enemigo son mis amigos. Y las nefastas consecuencias que a menudo se derivan de semejante principio.
Muchas gracias por la clase de Historia.
ResponderEliminarAlgunos detalles los conocía, pero otros no tanto.
En cualquier caso, muy interesante.
La actualidad manda. Observo con mucho interés el asunto chino y la tesitura en que coloca a los países democráticos. Veremos.
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