Resulta sorprendente que la mayoría de los comentaristas de izquierdas no parezcan hacer distinción entre las soluciones que tienen alguna posibilidad de materializarse y aquellas que no tienen ninguna [...] Todo ciudadano [es] sin duda libre de lamentarse de que las posibilidades politicas se [limiten a una determinada] elección [entre dos opciones], pero no de imaginar que pueda haber otra en ese preciso instante [...] En cuanto a la abstención, no puede de ninguna manera pasar por neutralidad, porque en materia electoral es patente que la abstención no es nunca neutra y que beneficia siempre a un candidato u otro [...] La política consiste en reaccionar ante una situación real y no en establecer paralelismos, en plano de igualdad, entre las soluciones realizables y los deseos irrealizables. Si nos dan a elegir entre pasta y patatas, puntualizando que no hay nada más en la carta, no es cuestión de decir que preferimos el caviar. La disyuntiva planteada es entre pasta y patatas, y no otra. Se puede soñar con coyunturas en las que los alimentos ofrecidos fueran más agradables, pero ese sueño no equivale a una acción que se corresponda con la realidad dada. Actuar es decidirse en función de la realidad y no en función de posibilidades que se hallan fuera de la misma. Sin duda esta realidad es a veces mediocre, pero en el momento dado es precisamente a esta mediocridad a la que hay que saber hacer frente. Uno puede proponerse propiciar para el futuro una alternativa distinta, es decir, esforzarse en transformar la alternativa que uno preferiría en una posibilidad concreta de elección. Pero lo que puede valer como proyecto de acción para el futuro no exime de una elección efectiva ante la realidad presente. Si uno se sitúa en ese sistema de apreciación, en el que existen dos hipótesis que pueden --ambas-- ser verificadas, y si deja de una vez de compararlas con otras hipótesis que no tienen de manera inmediata esa posibilidad, se ve constreñido a evaluar las ventajas e inconvenientes respectivos de las diversas soluciones concretas en el contexto de los hechos. Porque en política no es decisión alguna el decidirse en función o en favor de aquello que no presenta ninguna posibilidad de suceder. En otras palabras: una solución política realizable ofrece siempre inconvenientes. Si se la descarta bajo este pretexto, no nos quedaremos nunca con solución alguna.Siguen despertando desdén y recelos entre los bienpensantes el pragmatismo y la conciencia de los límites que impone la realidad. No pocos consideran que son patrimonio exclusivo de la gente de derechas. Creo --no soy la única-- que cabría reivindicar todo lo contrario: si un método no maximalista es más susceptible de obtener resultados, aunque sean parciales, que la aspiración a volver el mundo cabeza abajo de un día para otro (que ya sabemos en la mayoría de los casos dónde suele quedar), ¿cuál de las dos actitudes es realmente más progresista? Decía alguien en la radio el otro día que la política no consiste en tener excelentes ideas, sino en hacer que las buenas ideas den resultados aceptables.
Cuando se examinan los diversos móviles que dictan las preferencias de la izquierda francesa, se percibe que muchos en su seno se deciden menos en función de lo que puede hacerse que en función de lo que resulta de buen tono pensar. Dicho de otra forma: la izquierda no se decide en términos de poder, sino más bien en términos de elegancia programática. La cualidad esencial de un objetivo no es para ella el de ser accesible, sino el de ser digno de estima y el de ser tal que aquel que desea alcanzar dicho objetivo merezca ser estimado. Quien hubiese propuesto la abolición de la esclavitud en el año 200 antes de Cristo habría sido sin duda alguien digno de estima, pero no habría sido un político. Ciertamente, hacía falta gente que condenase en el plano moral la esclavitud, aunque no tuviese en aquel momento ninguna posibilidad de ser abolida, para que pudiese llegar a serlo algún día en un futuro lejano. Pero si esa misma gente, en una consulta electoral o en cualquier otra coyuntura política decisiva, se hubiera negado a elegir entre un déspota o un demócrata pretextando que tanto el uno como el otro serían representantes de una sociedad esclavista, seguramente habrían contribuido más a retrasar que a acercar la eventual liberación final de los esclavos. La política no puede ser el arte del futuro si no sabe ser antes el del presente.
Quizá a esto se refería Zapatero cuando dijo que el poder no le cambiaría. Creo que lo dijo en serio, y mucho me temo que no mintió. El poder puede corromper y pudrir hasta los huesos, pero también tiene --o debería tener-- otro efecto: el de sentar al soñador frente al mundo real, cara a cara, y obligarle a aceptar los límites --de la realidad-- y las limitaciones --propias-- a la hora de cambiarla. Creo que a nuestro presidente el poder no lo ha corrompido, pero me temo que tampoco le ha enseñado nada. Sigue instalado en la pureza. Creyendo que todo se puede decir con una sonrisa, y que basta con tener como objetivo la Arcadia feliz para encaminar al país hacia la misma.
No es sólo que las buenas intenciones estén sobrevaloradas. Es que además a los resultados tranquilos y a los avances paulatinos les ocurre lo contrario. Aun así, prefiero quedarme --en palabras prestadas-- con la modestia de la esperanza frente a la grandilocuencia de la utopía.